LA IMAGEN (NO) MÁS ALLÁ

(Parafraseando a Blanchot).

                                                   Aurora García.                

 La mitad de todo es un secreto

y la otra mitad está escondida,

 deja leer Chema Cobo en su pintura 1984, de 1990.

 

              Cuando, en 1986, Chema Cobo realizó su exposición individual en el Museo de Arte de Berna, un texto de Jürgen Glaesemer publicado en el catálogo que acompañaba a la  misma —además hay otro allí firmado por el artista Juan Muñoz— pone de relieve que la tierra de cenizas pintada por Cobo entonces no responde sólo a una visión apocalíptica acerca de la posible destrucción del mundo, sino que, para él, la tierra de cenizas es igualmente una muy aguda imagen sobre la desolación humana, espiritual y cultural que amenaza el mundo occidental. En efecto, bajo el pretexto iconográfico de la revisión subjetiva y extraordinaria de una mitología mediterránea próxima, Chema Cobo estaba creando un paisaje desbordante e incendiario poblado de seres que se hallan inmersos en el lado opuesto al de la armonía o de la esperanza; un paisaje visionario en el que las imágenes alcanzaban temperaturas incandescentes y resultaban punzantes como dagas.

 

            Aquella narratividad exuberante y peculiar fue llevada por el pintor a un grado máximo de existencia, a unas tensiones fuera de lo común,  y si en los momentos mencionados ya entrañaba la necesidad de situar la imagen en ámbitos atemporales próximos a la fábula, era, entre otras posibles razones, debido al empeño del artífice en  dar cuenta de un mundo todavía dotado de una cierta integridad —el del arte—, frente a la amenaza constante de dispersión y fragmentación de la realidad circundante en un tiempo verídico: el presente. De ese modo, también, daba réplica a una imaginería de nuevo cuño con pretensiones de crónica de la realidad, una realidad puesta en entredicho por la sospecha de veracidad en la transmisión del mensaje. En otras palabras, Chema Cobo prefería contar la historia pasándola por su visión interior, al margen de cualquier engañosa suposición de objetividad. Por otra parte, como en la mejor pintura romántica alemana, los seres se fundían con la naturaleza, formaban con ella un solo respiro, y las vibraciones al unísono del paisaje alucinado sustituían a la organización plural y de propensión geométrica de las obras realizadas por el mismo autor con anterioridad a esa etapa.

 

            Si el sentimiento de un espectáculo natural, global y unitario, sustituyó a la factura plural y de filiación arquitectónica del escenario pictórico precedente, la tierra de cenizas que hoy elabora Cobo está atravesada de nuevo por el gesto y por una arquitectura ahora sólo interior y vacía. Sin sueño  es el título otorgado a las obras que componen la actual exposición, quizá la más radical de las celebradas por el artista. Una muestra cortante como la navaja que ha herido el autorretrato incluido en ella, y donde la galería de imágenes adquiere pequeños formatos complementarios que responden a un universo de muecas de fondo agrio. El mito se ha roto del todo aquí, se había ido rompiendo poco a poco, aunque quedan dosis de ironía —de sarcasmo, mejor—, llevando al límite recursos como la máscara y el joker con los cuales Chema Cobo ha entrado en familiaridad en otras ocasiones. Queda, por tanto, el lenguaje metafórico, la interpretación subjetiva de la realidad sin ánimo de manipular sus contenidos —probablemente ésta es la única manera de hablar con mayor propiedad de ella—, a diferencia del aluvión incesante de imágenes envueltas en una falsa realidad, elaboradas por distintos sectores regentes de la sociedad e incluso del arte, en este tiempo de vertiginosa velocidad tecnológica que propicia el aturdimiento del receptor.

 

            La sintaxis coherente y sin pausa de la narratividad mítica ha sido sustituida en los óleos últimos por el hiato, por la hendedura que hace posible trabajar con dualidades sólo conceptualmente complementarias. Ya no esperamos que el artista nos lea de seguido la historia: él se limita a sugerirla, sirviéndose incluso de la fractura formal y de recursos paradójicos. Así es, la yuxtaposición de imágenes se oscurece de modo deliberado hablando en términos de significación inmediata, pero al final del recorrido que señalan las obras puede percibirse una cohesión entre las mismas, siempre dentro de la economía discursiva de la que aquí hace gala el artista.

          Escribía Gadamer en Mito y razón que  nos movemos constantemente en un ámbito que construimos nosotros mismos con la fuerza de nuestra propia fantasía. El problema es que, día a día, dicho ámbito se ve cada vez más amenazado en su singularidad, más constreñido en su capacidad expansiva y en su libertad vital. He aquí la gran paradoja de la sociedad opulenta contemporánea que, mediante el bombardeo sin cese de mensajes e imágenes deliberadamente fabricados o maquillados según el objetivo que se persiga, va introduciendo un eclipse en la riqueza de la imaginación singular que constituye, además, la riqueza del mundo en términos generales.

 

         Sin perder de vista un instante la realidad compleja, Chema Cobo crea de manera deliberada espacios pictóricos desrealizados, unas representaciones que producen desasosiego pintadas como están bajo el pincel figurativo, y que, al contemplarlas, nos empujan a reaccionar ante ellas, a salir, aunque sea brevemente, del letargo generalizado en esta era global del lleno que acarrea vacíos cada vez mayores. Pintar paradójicamente  en este tiempo puede ser una forma certera para iluminar la gran paradoja de la vida globalizada. Porque, como ha observado Nelly Schnaith en su obra Paradojas de la representación, las totalidades se destotalizan: la aspiración a una totalidad armoniosa, hoy, deja ver tan solo lo que falta para cerrar el círculo, los espacios vacíos entre las cosas, entre los hechos y los sentimientos, las escisiones que cada individuo y cada sociedad llevan consigo. Eso es lo que corresponde a las hendeduras que plantea Chema Cobo y de las que hablábamos más arriba.

 

        Chema Cobo sabe, como lo sabía Hugo Ball, que en la contradicción  se mantiene la vida y que la máscara o el juego de escondite, con su fuerza engañadora, son instrumentos, dentro de la dificultad de expresión, más aptos para dar cuenta de un clima social caracterizado por la enormidad de lo antinatural, por el absurdo de un devenir humano que el dadaísta alemán vivió de modo extremo en el contexto demoledor de la Gran Guerra. Así lo escribió Ball en La Huida del Tiempo. También entre los surrealistas, herederos en buena parte de Dadá, la supresión del sentido lógico de las cosas fue un ejercicio común en un periodo poco posterior. De otro lado, y con la distancia temporal de los comienzos del nuevo milenio, Chema Cobo nos confiesa lo siguiente: Hago metáforas de la nada; es lo que mi tiempo me ofrece como realidad. La exposición tendrá por título Sin sueño, y con ello me pregunto: ¿quiero hablar de un estado de deslumbramiento?, ¿de abotargamiento?, ¿de goce apático?. Una imagen se ha devaluado a mil silencios, y este estado es el que me interesa. Y me interesa al ser un estado de negaciones, no dramático, no poético, no bello, no sensual (...) Una imagen, sea la que sea, ya no es garantía de realidad, y aún menos de verdad.

 

              Ante estas declaraciones del artista, no podemos dejar de lado las anotaciones coincidentes, desde otro ámbito, de Nelly Schnaith en su libro ya mencionado: Desde hace décadas vivimos inmersos en ondas mediáticas, olas de palabras e imágenes cada vez más gigantescas que nos hacen perder pie o perder de vista el fondo en que desde antiguo se asentó la certeza de las cosas: aquella realidad hecha de seres sustantivos que, como indica el término, sustanciaban y sustentaban  las modulaciones adjetivales o circunstanciales de su representación, sea para encubrirse o desvelarse en ellas. Occidente ya no puede ser realista en el sentido tradicional. En efecto, la gigantesca fábrica virtual de nuestros días está haciendo mella en la substantividad de las cosas, en su existencia real y en su energía primordial, que va siendo abocada a desviaciones y suplantaciones cada vez más sibilinas.

 

              Y así, desde un estado de lucidez resistente, el territorio general de las imágenes está bajo sospecha, puesto que, como asevera el artista, en la atmósfera común de sonambulismo, prácticamente la realidad se ha confundido con las imágenes, resulta explicable que Chema Cobo se sienta inclinado a hablar con nuevas imágenes —sus imágenes— de la situación. Para ello desgrana una figuración sin concesiones, un testimonio de resonancias opacas alejado de cualquier viso utópico. Esos primerísimos planos escorzados de cabezas femeninas, que componen una parte de los dípticos de Sin sueño, miran o entornan los ojos desgranando gestos en conexión con una esfera sensorial ambigua. Son sólo rostros incompletos, aislados asimismo del cuerpo, personajes de cliché a los que el pintor confiere la luz de la duda a pesar de su sobresaliente presencia. He tomado imágenes y las he dislocado (gracias a la pintura) haciéndolas imprecisas, dudosas, intentando mostrar, si es posible, que detrás de la imagen lo único que hay es la imagen misma, aclara Cobo.

 

              Quedémonos con esta última afirmación del pintor: Detrás de la imagen lo único que hay es la imagen misma. La imagen con apariencia de remitir a la otra realidad a quien debe su origen, lo que hace es simular y nada más, o, en pluma de Baudrillard, llevar adelante una suplantación de lo real por los signos de lo real (véase Cultura y Simulacro). Lo importante ahora es el mapa, no el territorio. Por ello la expresividad de las caras pintadas por Chema Cobo se ofrece deliberadamente bajo sospecha: sus ademanes conducen al vacío, al vértigo donde se disuelven los espejismos de nuestra época. Su lugar es el de la mera apariencia.

 

              Reforzadas por la segunda parte de cada díptico que componen, esas efigies inquietantes que quieren rebasar el cuadro en todos sus lados tienen por compañía otro escenario yuxtapuesto, otro cuadro de iguales dimensiones, ante cuya contemplación detectamos un movimiento inverso. Dicho de otra manera, mientras las caras mencionadas vienen hacia nosotros pareciendo salir del soporte de la pintura, lo que hay a su lado nos empuja hacia adentro, hacia el fondo de esas habitaciones y corredores vacíos que el artista ha iluminado incluso de modo espectral. El color es muy importante aquí, pues, según afirmara Deleuze a propósito de la obra de Bacon    (en Francis Bacon. Lógica de la sensación), el propio sistema de los colores es un sistema de acción directa sobre el sistema nervioso.

 

              El color de los rostros y de las arquitecturas interiores que conforman los dípticos guarda una estrecha relación en cada parte de los mismos, dentro del hiato formado por unas imágenes de naturaleza diferente en apariencia. No se trata de un arco cromático de altas temperaturas, como el que Cobo ha desarrollado en otras ocasiones, sino que, por el contrario, a veces congela el ademán con la atmósfera blanquecina, con esas luces que transmiten soledad, y no únicamente por el despojamiento de las estancias. La presencia se torna rápido en ausencia; el lleno, en vacío. La fugacidaz temporal lo transita todo, el gesto y la luz, la forma arrancada de la sustancia y las proyecciones lumínicas en escenarios arquitectónicos que hacen inquietante su cotidianidad.

 

              Quizá es verdad: No sabiendo hacia que dirigirnos, practicar el pensamiento discontinuo, reflejo de un tiempo que ha estallado (Cioran). Así se entiende mejor que lo que representan estas obras sea sólo conceptualmente unitario, pero no lo que propone la figuración, la imaginería externa de cada parte del díptico, donde la afirmación se convierte de inmediato en negación. Eso constituye, además, otra paradoja que sin duda mueve al artista. Es posible que la mayor coherencia formal resida en el tratamiento de la luz, algo que, desde no pocos puntos, llega a nuestra retina casi en estado mórbido, por no decir anómalo.

 

              La eliminación de la lógica convencional de la imagen se pone de relieve particularmente en las dos versiones de la obra titulada Desde la pantalla. En ambas, un cuerpo incompleto atravesado, un inane muñeco de trapo, que no deja ver su cabeza que se presenta en policromía desvaída, varía poco de forma de un formato a otro, pero llaman de inmediato la atención otros signos que le invaden y hasta le punzan. Madre sonámbula es el denominativo específico de uno de estos cuadros, en tanto que el segundo recibe el de Doble reflejo. En estos ejemplos la anatomía ya no simula la carne, y el sentido de la vista, convertido en metáfora amarga, ha sufrido un desplazamiento insólito, como en la vida misma.

 

              Hay ocasiones en las que Chema Cobo roza el lenguaje del Surrealismo; sin embargo, huye de la narratividad. Ha reducido a propósito el guión, lo ha entrecortado incluso, y la ambigüedad resulta a menudo muy pronunciada si sacamos las obras de contexto. Realiza encuentros de imágenes que causan sorpresa, que abren cadenas de interrogaciones a fin de espolear la mirada, como en ese lienzo que hace referencia a ella desde su título, y que da la impresión de ser recorrido por un instantáneo movimiento sísmico, a pesar de referirse al letargo o precisamente por ello.

 

              Una ironía extrema cruza el autorretrato El filo del ojo, donde el rostro semicubierto por una de las manos muestra la piel herida en varios puntos, lesionada acaso por la navaja de afeitar de la que se ha librado el ojo que nos observa. De las heridas a la navaja, de la navaja al ojo expectante, y de ahí al espléndido film surrealista Un chien andalou en concatenación azarosa al final. El artista lesionado en su epidermis trata de salvaguardar la mirada, aunque sea mediante un solo ojo. Ese puede ser el mensaje con el cual ponemos broche al presente texto. Una resistencia al adocenamiento paralizante, a las trampas de la percepción, al estado de sonambulismo en torno al que gira esta muy lúcida y valiente exposición.

 

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